Por el mundo - cuento completo
Si pudiera pedirles una sola cosa, sería que no me lean. Sé que tengo que contar esta historia, pero no quiero hacerlo. Me resta rezar a alguno de esos dioses en los que nunca creímos en mi casa para que ustedes se aburran lo suficiente y dejen de prestarme atención. Es rarísimo para mí estar pidiendo que miren hacia otro lado, después de haberme pasado una vida entera buscando la forma de que por fin alguien pose sus ojos en mí y me regale la certeza de saber que existo. Bueno, eso me salió poético. El imbécil de mi viejo estaría orgulloso. Voy a tratar de evitar darle el gusto mientras cuento esta historia. Si me preguntan y me obligan a ser sincero, debo reconocer que no sé hasta que punto estoy haciendo esto porque debo o porque imagino su cara sabiendo que ahora todos me conocen y, por consecuencia, lo conocen a él. Pero nadie me pregunta y nadie me obliga a ser sincero. Lo hago porque quiero. O quizás porque ya no puedo mentir más.
Supongo que las historias se tienen que empezar a contar por el principio. Realmente no sé cuándo empezó todo esto, pero supongo que el día en que la conocí a Lucía sería un buen punto de partida.
Todos me aconsejaban no meterme en terrenos pantanosos, sí, es cierto. No me sirve de nada hacerme el tonto con ustedes. No hubo una sola persona a mi alrededor que no me advirtiera alejarme de Lucía, pero lo cierto es que mi existencia –mi penosa y soslayable existencia- cobró realidad en la quietud de ese domingo, en el momento exacto en el que ella demoró su mirada en mí. Después ya no pude, después no hubo tiempo, después fue imposible.
En un pueblo de mierda como este, las personas extravagantes tienen nombre y apellido. Porque nadie les permite ser simplemente gente que te cruzás en un semáforo y te deja pensando en ellas todo el día, para después olvidar completamente su existencia. No. Acá hasta se inventan historias sobre su vida, buscan en lo más hondo de su imaginación para poder analizarlas o darle razones ridículas para ser como son. Intentan comprenderlas, pero no se equivoquen, no es empatía, sino un intento penoso de entender por qué son tan maravillosos mientras ellos los miran desde las sombras.
Es por eso que cuando Lucía se acercó, yo ya sabía perfectamente quién era. La hija de la familia más adinerada del lugar, los Manrique. Grosera, caprichosa, rebelde, promiscua y terriblemente hermosa. Se decía que sus papás habían amenazado con dejar de bancarle la facultad en Buenos Aires si seguía haciendo escándalos, pero ella en vez de sosegarse, se había mudado con unos amigos a una casa okupada para que dejaran de romperle las pelotas. No sabía qué estudiaba, aunque creo que en realidad nadie sabía muy bien. Seguramente algo de arte o ciencias sociales, porque antes que nada, Lucía era un cliché.
No entendía bien por qué teniendo una vida interesante y lejos de los soberbios de su familia, volvía al pueblo y a la casa de sus viejos tan seguido. Capaz le divertía amargarlos de vez en cuando. Se escuchaban sus historias con su grupo de amigos —de la que era líder— llenas de drogas, de sexo y de vandalismos. Cuando veían pasar de noche y con la música al mango el Fiat Uno blanco de una de las chicas, las viejas casi que se persignaban. Una vez los detuvieron por grafitear la pared del intendente con mensajes ambientalistas, pero gracias a los contactos de los Manrique, los soltaron al toque.
Es por eso que sabía quién era mientras se acercaba a mí en ese lamentable festival de domingo a la tarde organizado por la municipalidad. A mí, que estaba justo vestido con el uniforme de la panadería y con cara de aburrido. Ella también tenía cara de desinterés, caminaba desgarbada con sus pantalones anchos y una pupera que dejaba ver su piercing y el tatuaje del hombro. Cuando llegó hasta mí, me sonrío y me pidió fuego, y juro que nunca en mi vida me sentí tan inutil por no fumar.
—¿Tenés fuego? —me preguntó mientras me miraba a los ojos mientras yo le miraba fascinado la sonrisa. Tenía pinta de importarle poco todo, pero por un segundo me pareció ver lo contrario.
—No fumo, disculpá —le respondí con la garganta seca. Yo la conocía a ella, pero dudaba que ella me conociera a mí. Mi familia y yo vivíamos en una casa de barrio, allá por el fondo, lejos del centro de la ciudad. Salir al boliche siempre implicaba un fangote de plata, porque era por la otra punta y tenía que volver en taxi y, si volvía caminando, en invierno la pasaba como el orto.
La había visto en Santa Cubana, así se llamaba el único boliche que teníamos en 200 km a la redonda. Cada grupito tenía su lugar ya predeterminado, y ella con sus amigas siempre estaba bailando en los escalones, donde la altura de ellos las hacían resaltar. Ella resaltaba, aunque no le gustara la idea.
Encandilaba a todo el mundo que la miraba, con sus caderas moviéndose al son de la canción de reggaeton que hubiese de moda ese fin de semana.
—Qué mala pata, no te preocupes. Gracias igual… Lucas sos vos, ¿no? Sos amigo de Javier, mi primer noviecito de primaria —me preguntó riéndose, recordando esa época y por un momento me paralicé. No pensé que supiera quién era yo, un pibe de barrio, para quien lo más importante en su vida era el fulbito de los jueves con los pibes.
—Sí, sí, soy yo —respondí tontamente, intentando disimular mi sorpresa—, vos te llamabas… —quise fingir no recordarla bien, como si eso fuera posible.
—Lucía… Manrique —contestó mientras me regalaba una sonrisa que oscilaba entre la lástima y la simpatía—. Debés ser la única persona en este pueblo que no tiene algo para decir de los otros, ni siquiera sabés nuestros nombres… —había entendido mi juego y ya conocía hasta los movimientos que yo aún no había tenido tiempo de pensar.
Me dijo que estaba esperando a alguien y que después se juntaba con unos amigos en el predio del parque industrial. Uno de ellos era guardia los fines de semana y los dejaba pasar cuando querían un respiro de la mirada inquisidora del pueblo. Me preguntó por la panadería y si no sentía ganas de escapar del pueblo —¿alguien no?—. Tanta atención me tenía perplejo.
Llevábamos algunos minutos hablando hasta que de pronto sentí su mano acomodándome el cuello de la camisa del uniforme. Me dijo que la persona con la que tenía que verse había llegado pero que la esperara, que volvía a buscarme enseguida. Me sonrió y me dijo que sabía cómo cambiarme la cara de aburrimiento. Se despidió con un guiño y yo me quedé recalculando. La forma en la que sonaba cada palabra que salía de su boca era tan tentadora como inquietante. Creo que en ese instante podría haberme pedido que robe un banco disfrazado de Muppet y no habría podido decirle que no. Bueno, en realidad nunca pude decirle que no.
Por momentos no me reconozco cuando hablo de quien fui en esta historia. Siempre quise ser protagonista de algo y, sin embargo, jamás me hubiese imaginado siendo el que fui junto a ella. No sé si fue amor, enamoramiento, admiración o simple aburrimiento.
Lo que si sé es que cuando ella volvió, después de unos minutos, yo ya había pedido permiso para ausentarme el resto de la tarde. No especifiqué a dónde me iba, pero venía laburando desde que habíamos abierto a las diez de la mañana, así que mi vieja no opuso resistencia. Mi viejo, en cambio, fue otra historia. Comenzó con su discurso habitual de única-forma-de-salir-adelante-trabajando, y me echó en cara no tener la camiseta del negocio lo suficientemente bien puesta. Ya estaba cansado de intentar complacerlo, así que me quedé en silencio mientras me nombraba al abuelo y al padre del padre de no sé quién.
Sabía, por mi madre, que toda la presión que mi viejo ponía sobre mí venía desde hacía tiempo, de varias historias antes que la nuestra. Sabía, también, que él había querido ser poeta de joven. Lo miraba parado con su delantal lleno de harina y las manos con callos de la cocina, y me preguntaba cómo ese hombre podía haber albergado un mínimo de poesía en su cuerpo. Jamás había leído nada que haya escrito, y en casa no se hablaba del tema, como era costumbre familiar.
Aguanté hasta el último minuto del sermón y agarré mis cosas para irme. Saber que la vida de una persona no fue fácil hace que uno constantemente lo justifique, pero yo ya estaba cansado de pagar por pecados ajenos.
Con solo las llaves en la mano y la billetera en el bolsillo salí a encontrarme con Lucía. Tal vez no sorprenda a nadie cuando diga que Lucía ya no estaba esperando en el banquito de la vereda de enfrente. El sermón había durado más de lo planeado, aunque sospecho que lo mismo hubiese pasado si las palabras de mi padre hubiesen durado treinta segundos. Lucía no era la clase de chica que se queda esperando, era justamente la posibilidad de perderla en cualquier momento una de las cosas que me mantuvo enamorado de ella, en épocas la única. Distinto hubiera sido si el que esperaba era yo. Yo siempre había estado esperando, una oportunidad, un cambió externo repentino que tire luz sobre mi futuro, un héroe que me solucione la vida por arte de magia. De Lucía no tenía ni el número de teléfono, nada. Consideré que tal vez lo había imaginado todo, pero hasta yo sabía que ni mi imaginación se permitiría tanto. Sospesé mis posibilidades en ese momento. Volver a la panadería con la cabeza gacha, ponerme el delantal enharinado y seguir vendiendo pan mignon mientras mi viejo me miraba triunfante, o entregarme a la incertidumbre que el banquito vacío me estaba ofreciendo: hacerme camino hasta el parque industrial, convencer al guardia amigo de que, de todas las personas en el pueblo, Lucía me había invitado a mí, unirme a ese grupo de gente, esperar a que Lucía me volviera a acomodar el cuello del uniforme, devolverle el gesto con un beso. Todo parecía tan inverosímil que estuve a punto de darme vuelta y volver a la panadería, la opción horrible de volver a mi vida como si nada hubiese pasado guardaba cierta comodidad en sí misma.
Es claro que mi orgullo no me permitió volver a la panadería. Hubiera preferido ayudar toda la noche a los trabajadores municipales a limpiar los restos de aquel triste festival antes que darle el gusto a mi viejo. Me hice el boludo un rato y junté algunas latitas de gaseosa que estaban alrededor del banco. Cuando me volví a sentar, dándole tiempo a mi cobardía de ser ella mi guía, sentí vibrar mi celular en el bolsillo. Quizás alguien me había visto ahí, sin hacer nada, les había ido con el cuento a mis viejos y me estaban reclamando que volviera al negocio. Pero era un número que no tenía agendado, reconocí instantáneamente su sonrisa en la foto de perfil.
“Mi amigo todavía no entró de guardia al parque. Estamos haciendo una previa en el viejo hospital”.
¿De dónde había sacado Lucía mi número? ¿Eso era una invitación? ¿Por qué no esperó y me lo dijo acá en el banco? Que era una chica que se llevaba el mundo por delante, que con sólo mover sus cabellos al aire y contornear su desafiante figura iba consiguiendo que los planetas se acomodaran para ella, era la respuesta a todas mis preguntas. ¿Iba a poder negarme a eso yo, un simple mortal pueblerino?
La respuesta era no, sabía que no había marcha atrás, por primera vez en mi vida era el momento de asumir riesgos y si la vida había decidido poner a Lucía en mi camino quién era yo para negarme a eso. Le envíe una respuesta corta a su mensaje, volví a guardar mi celular en el bolsillo y me dirigí hacía donde sabía que ella estaría mientras mi cabeza no dejaba de darle vueltas a la extraña situación que estaba viviendo e iba imaginando historias de lo que podía pasar esa noche. Sin embargo, mientras caminaba también contemplaba la posibilidad de que pudiera tratarse de alguna jugarreta. Después de todo, yo era un simple panadero y Lucía estaba totalmente fuera de mi alcance, pero a estas alturas no iba a retroceder. La única certeza que tenía era que no dejaría que la noche se acabara sin haberle robado un beso.
Llegué adonde Lucía me había citado. La última vez que sentí tanta emoción fue cuando tenía siete y con mi amigo Pedro entramos a la casa de la señora Urtizberea, una mujer de la que mucho se hablaba pero con la que pocos conversaban. Lo más interesante que encontramos en esa casa fue ropa interior, de colores y tamaños que jamás habíamos visto.
Me quedé parado en la noche. Giré sobre mi propio eje con el celular en la mano y el mensaje de Lucía en la pantalla. No vi nada a mi alrededor. Una parte de mí lo sabía. Me imaginé llegando a casa y a mi padre burlándose de mí si supiera que fui tan crédulo. Qué lamentable volver a darle el gusto de divertirse a costas mías. Pero justo cuando el fracaso me hacía agachar la cabeza, vi una luz violeta, luego azul y luego verde envuelta en una nube de humo. En el instante en que pensé que si no tuviera la cabeza metida en nubes de harina, sabría que se puede tener la cabeza metida en nubes de otras cosas, el humo se disipó y la cara de Lucía apareció. Se reía con la boca abierta y a pesar de la casi oscuridad, pude verle todos los dientes. Eran perfectos. Como todo lo que está en su cuerpo. Empecé a caminar hacia ella, orgulloso, porque mi viejo no tendría qué decirme.
—Ey —me dijo sonriente. —Viniste. —Se agarró del cierre de mi campera, hizo puntitas de pie y se impulsó para darme un beso casi en la comisura del labio. —Te estábamos esperando.
Yo no sabía quiénes eran los demás pero ellos parecían saber quién era yo. A pesar de que mi llegada pareció alegrar a todos, sentí una punzada de desconfianza en la boca del estómago. En otras circunstancias, habría pedido disculpas como me enseñaron y me habría ido, pero Lucía seguía agarrándome del cierre.
En la ronda se formó otra nube de humo y de esta me hice parte. Todos hablaban, se reían, puteaban el pueblo y yo asentía. Aunque estuviera cabizbajo y callado, me sentía deliciosamente bien. Lucía estaba parada a mi lado y cada tanto, con el balanceo de su cuerpo, su brazo rozaba el mío. Ese mínimo contacto era suficiente para desatar mi imaginación. Desperté de la fantasía cuando noté que se había alejado del grupo con un chico, uno menos alto que yo. Hablaban muy concentrados. Él parecía insistente. Ella, cómplice. Cuando volvieron al grupo, me quise hacer el desinteresado, pero Lucía no era tonta. Se paró al frente mío y me miró con una sonrisa. Cruzamos miradas casuales, como si estuviéramos en una parada de colectivo. Segundos después, atravesó la ronda, se paró delante de mí y volvió a agarrarme de la campera. Una vez más me usó para hacer puntitas de pie y apoyar su cuerpo sobre el mío. Pero esta vez me habló al oído.
—Che, Lu, ¿qué sabés de la casona al lado de la panadería?
Debo admitir que, de todas las conjeturas que había estado sacando en las horas previas, jamás imaginé algo que tuviese que ver con esa casona. Igual agradezco que haya ido al grano tan pronto, porque si bien estaba completamente encandilado con su belleza, la molestia que sentía en el estómago seguía intacta. Mi vieja siempre me dijo que desde chico mi cuerpo no sabe callarse nada. Que ante momentos de estrés en la escuela o en los partidos de futbol del club, yo ya arrancaba mal de la panza desde el día anterior. Y si no era eso, mi cuerpo me regalaba algún que otro sarpullido o herpes. Es por eso que en ese preciso instante en el que me nombraban la casona de los Rodriguez, yo en lo único en que podía pensar era en que mi sexto sentido no me estaba fallando en lo absoluto. Tenía que irme de ahí cuánto antes. Pero por desgracia —o no— Lucía tenía entrenadas sus armas de seducción de una manera increíble. Ya había tenido más de un llamado de alarma, y sin embargo yo seguía ahí, disfrutando del calor de su cuerpo cada vez que me rozaba.
—¿De la casona de los Rodriguez? ¿Qué te gustaría saber? Mirá que este favor te va a salir caro...
¿¿¿Por qué dije eso??? Me quise hacer el canchero, y quedé como un boludo. Estaba demasiado nervioso. Ya de por sí la situación me resultaba extraña y súper incómoda, y encima se le sumaba tener en frente a nada más ni nada menos que Lucía Manrique. ¡Tragame, Tierra!
—Apa, esto se puso interesante —me respondió. —Vos contame qué sabés, y yo después veo cómo te puedo devolver el favor.
Ahora sí. Ya había perdido todo tipo de discernimiento. Estaba completamente entregado. No había manera de que no le contara todo lo que sabía. Y ella lo sabía. Ella sabía que me tenía a sus pies. Todavía no sé por qué tenía tanto interés en esa casona. Pero lo que sí sabía era que había buscado a la persona indicada para preguntárselo. Encontró a la persona más fácil de seducir sobre la faz de la tierra. Y en esos segundos antes de responder, un 10% de mí, aún seguía dudando, pero el otro 90% no podía sacarle los ojos de encima. Ella sabía perfectamente cómo sostener mi atención. Estaba esperando mi respuesta, mientras se mordía el labio y me esbozaba una sonrisa. Respiré hondo. Los dos ya sabíamos muy bien que esa noche iba a conseguir todo lo que quisiese de mí.
—¿Querés la historia larga o la corta?
—La larga, por supuesto. Siempre las prefiero así —dijo. Tragué saliva. Era evidente que me quería nervioso, vulnerable. Y lo estaba.
No entendía qué tenía que ver ella con esta casona. Solo sabía lo que vi el verano pasado y que procuraba olvidar. ¿Sería posible que ella fuera parte de todo?
—Hace un año que está deshabitada… —comencé. —Aja, pero ¿sabés por qué? —me interrumpió. —Bueno sé que hubo un robo. —Se mostraba casi nerviosa. Sus dotes de seducción se iban desvaneciendo conforme avanzaba con la historia. —Tú estabas ahí, ¿cierto? —Mis recuerdos se esclarecieron repentinamente: un estruendo, policías, un cuerpo envuelto en una bolsa negra, mi estúpida curiosidad y el timing adecuado para coincidir con uno de los ladrones. Recordé mi mandil ensangrentado y el arma que tenía guardada bajo llave. No sé cómo no me deshice de ella. Era fácil entregarla en ese momento. Yo no había hecho nada, sólo tuve la mala suerte de ver al ladrón a los ojos, paralizarme y recibir su arma.
De pronto miré los ojos de Lucía. Era la misma mirada de ese callejón.
En este punto, no había duda que había estado involucrada. Pero, tampoco había duda de que yo lo sabía. De pronto mi papel de pueblerino aburrido dio un giro. Había sido parte de un crimen. Un crimen con Lucía, pero un crimen después de todo. Seguro que mi padre no le dará importancia a mi escapada de hoy luego de saber todo esto.
Cinco veces fui citado a declarar por la policía para contar lo que había pasado esa noche, e ilusamente pensé que nunca más iba a tener que volver a hablar de eso hasta que Lucía apareció en mi vida. Lo que había vivido esa madrugada me carcomía todas las noches. Mis padres en cambio lo resolvieron cada uno a su manera: mi viejo haciéndose el boludo, y mi vieja ahumando palo santo por toda la casa. “Apagá esa mierda con olor a culo” gritaba desde la panadería con su voz enojada y yo por primera vez coincidía en algo con mi padre.
Lucía dijo mi nombre, retrayéndome a la conversación. Había algo en su manera de pronunciar la L que era hipnótico. Cuando volví de mis recuerdos, un hilo frío me atravesó las cervicales, y al mismo tiempo mi cuerpo se iba llenando de adrenalina.
—Era lunes a la madrugada y como la panadería no abría ese día me quedé pelotudeando hasta tarde. Lo primero que escuché fueron los vidrios cayendo al piso. La cana supone que fue la ventana que rompieron los chorros para entrar.
—¿Chorros? ¿En plural? —indagó Lucía mientras levantaba su ceja derecha.
—Si, eso me dijeron. Era imposible que una sola persona acarreara el cuerpo por toda la casa.
Había algo en esta dinámica que era sorprendentemente excitante y de a poco empecé a entender el juego que me estaban proponiendo. Lucía quería oír la historia, pero no por lo que había vivido yo como espectador, sino por el morbo de escuchar a terceros hablar del crimen que ella había cometido. No hace falta aclarar que era una narcisista. Mejor dicho, lo es, en presente. Y a mí eso, hasta el día de hoy, me sigue volviendo loco.
Lucía se notaba cada vez más interesada, por lo que comencé a narrar mi historia con lujo de detalles. Le conté cómo media hora después de la ventana rota, escuché el primer grito y cómo mi cuerpo instintivamente fue para la panadería, como si estuviera imantado hacia esa desgracia. Mi casa estaba construida arriba del local, así que bajé las escaleras en puntas de pie y atravesé el negocio hasta llegar a la zona de los hornos. Caminé con mucho cuidado, porque la harina es traicionera y resbala bastante, y lo que menos necesitaba en ese momento era despertar a toda la casa o alarmar a los ladrones. Cuando llegué a la ventana, me quedé asomado mirando el callejón. Ese que me conectaba con el crimen y me separaba de Lucía mientras asesinaba a Abel, el hijo del intendente.
Mientras contaba la historia, Lucia no dejaba de sonreír, de una manera triunfante, orgullosa, como era ella. Por alguna extraña razón, eso me volvía cada vez más loco.
Era evidente el porqué de su sonrisa, esa no era toda la historia y ambos lo sabíamos. Seguro que ella también se acordaba de mi protagonismo en esa noche, pero ese era un secreto entre Lucia, yo y como era de esperarse, mi padre.
Él siempre era participe de las historias más aterradoras. Nuestra familia nunca tuvo un buen pasar económico, la panadería apenas nos ayudaba a llegar a fin de mes. Y mi padre, nunca soporto esto, eso lo llevaba a hacer otra clase de trabajos. Nunca fue una persona agradable, era sucio y soberbio, nunca entenderé como conoció a alguien como mi madre. En el pueblo nadie lo quería, pero sabían que estaba dispuesto a todo por el dinero y su cerveza diaria. Los Manrique eran la típica familia con mucho dinero y, como sabemos, esto suele venir acompañado de problemas.
—Pero vos ya sabés todo esto —le dije. Me sentía un nabo. Tardé pocas horas en adoptar mi nueva personalidad: la de perrito faldero de Lucía. Podría haberme plantado, haberle dicho que no me iba a agarrar de boludo, que yo sabía lo que había pasado y que ella era consciente de eso. En su lugar, agaché la cabeza y estuve veinte minutos tartamudeando una historia que los dos conocíamos de pe a pa.
—Tomá —dijo, antes de alcanzarme un papel arrugado que había estado guardando en su bolsillo.
—¿Qué es esto?
—¿Y si te digo que tu viejo no es tan malo como piensan todos en el pueblo?
En mi mano tenía un poema, escrito sobre una hoja ya añeja con la reconocible y neurótica caligrafía de mi papá.
—¿De dónde sacaste esto? No creo que vos puedas saber más de mi viejo que yo. ¿Sabés algo, Lucía? Tu familia podrá tener plata, pero por suerte el resto de los muertos de hambre del pueblo todavía tenemos derecho a ser propietarios de nuestras vidas.
—¿Nunca te preguntaste por qué tu papá se quedó en este pueblucho de mala muerte?
—No todos podemos dedicarnos a comer gelatina con vodka frente al obelisco como vos.
—Eso —siguió diciendo, ignorando por completo el cambio en mi actitud. —lo encontré en la facultad. Estaba en un poemario de escritores destacados. ¿No te parece raro que alguien deje su emergente carrera artística para llenarse las manos de harina en el medio de la nada?
—No entiendo a qué vas con todo esto, ni qué tengo que ver yo con toda esta historia. Bah, no entiendo qué tenés que ver vos, pero no me extraña, los Manrique siempre quieren sentirse parte de algo interesante.
—Voy a que si alguien toma esa decisión es porque tiene motivos para quedarse. Lucas, me acerqué a vos porque sé lo que retuvo a tu papá lejos de Buenos Aires. Su motivo era mi vieja. Meses después fui yo y, casi un año después, cuando ya había abandonado su sueño de ser poeta, llegaste vos.
—¿Qué flasheás? Ya sé que te divierte mentirle todo el día a tu séquito, pero no te va a funcionar conmigo. Hasta acá llegué yo.
—Pará, Lucas —dijo, y paré cuando vi que se le llenaban los ojos de lágrimas. —Dejame terminar. Si al final de mi historia seguís sin creerme, sos libre de irte. Tenés que saber tres cosas antes de empezar. La primera es que no es casualidad que nos estén saliendo canas en el mismo lugar al mismo tiempo. La segunda, que Abel era un reverendo hijo de puta y no el nene estudioso que creía todo el pueblo.
—¿Y la tercera?
—Que todo lo que nuestro viejo hizo todos estos años fue para salvarnos la vida a nosotros dos.
Nos habíamos apartado de sus amigos, que escabiaban botellas de colores y largaban carcajadas grotescas a unos pasos; como si nosotros no estuviéramos, como si todas las certezas de mi vida no se hubieran esfumado en unas cuantas palabras fugadas de su boca.
Ella se dio cuenta antes que yo de que mis propias piernas habían decidido rajar. Me agarró del brazo fuerte y sus ojo,s que más temprano habían danzado con seducción, se abrieron grandes de terror.
—No te podes ir ahora, Lu. —Dijo y sacó del bolsillo otro papel arrugado, su mano dejando una huella tibia en mi campera cuando soltó su agarre para intentar alisar la foto. —¿Ves esto? —Preguntó insistente, pegándomela a la cara. —Tu viejo, mis padres, la madre de Javier, y Claribel Rodríguez.
Señaló una a una las caras de colores gastados, enlistando a los dueños de sus sonrisas. También estaban el intendente y los padres de Jacinto, el chico bajito con el que Lucía había hablado antes; o al menos eso me explicó rápido mientras daba vuelta la foto para dejarme ver la fecha garabateada con los números inconfundibles de mi padre.
—Club de debate de la UBA. ¿Leés? Abajo.
—Dale, ¿ahora mi viejo fue a la UBA?
—La encontré en la casona. Tuve que volver y estaba ahí, esperándome.
—¿Y yo qué tengo que ver? ¿Por qué me la das a mí?
—Porque explica que todos se conocieron y eso explica por qué vimos a mamá discutir con tu viejo el verano pasado a la salida de Santa Cubana.
—¿Vimos? ¿Vos y quién? —cuestioné, patéticamente celoso.
—Abel, pero ya lo sabía. El padre le había contado todo una noche después de un par de tragos y no le dio importancia, pero cuando los vimos juntos Abel vio potencial en el secreto. Primero se hizo el confidente, me consoló... Después me empezó a extorsionar. Dijo que le iba a contar a tu vieja, a mi padre, ¡a todos! —aclaró, agitando la foto. —Me dijo que el pueblo nos iba a hundir. ¿Sabés cuánta plata me pedía? ¿Lo difícil que fue conseguirla?
—Me imagino, a ustedes no les sobra la plata...
—No seas ingenuo, Lucas. Robarle a un rico es mucho más difícil que robarle a un pobre.
—¿Por eso lo hiciste? —pregunté lo que ambos ya sabíamos.
—No. Un día esperé en la puerta de la panadería hasta que te fuiste, toqué la puerta y le expliqué todo a tu viejo. Ahí...
—¿Para esto me buscaste? —la interrumpí —¿Para decirme que mataste un tipo y mi viejo te ayudó?
—No, eso lo podrías haber descubierto solo. Te traje porque hay un último personaje en la foto que no nombré, el del medio. Esteban Barragán.
Volvió a estirar la hoja y me tuve que acercar a ella para verla en la penumbra, su respiración haciéndome cosquillas en los ojos.
—No lo conozco.
—El problema, Lu —dijo, apartándose para prender un cigarrillo. —es que Barragán se escapó anoche del penal de Ezeiza.
Lo primero que hice fue reírme. Lo único que hacía esta chica era hablarme de disparates, mi yo racional se reía por eso, pero algo de la situación, de la urgencia en su tono de voz, de la mirada afilada que tenía clavada en mí, hacía que todo eso me empezara a hacer ruido. Fue el mismo instinto que me hizo decirle que no reconocía ese nombre, no lo pensé, sentí que ella no tenía que saber que ese hombre fue mi padrino. Pero no, no podía ser, mi papá me había dicho que Esteban, el que sería mi padrino, se había matado en un accidente de auto en la ruta antes de que yo cumpliera un año. Traté de calmarme, tenía que sacar toda la información posible para poder diferenciar la real de la inventada. “Ya está, se lo digo. Al menos voy a ver cómo reacciona”.
—Lucía, se te está desarmando la historia, ¿vos me creés pelotudo? ¿Es eso? No, no me hagas esa cara de boluda linda, dejame decirte que hasta acá llegué. ¿Creés que podes venderme que mi propio padrino está vivo y está prófugo? Sos perversa flaca, retorcida.
—Cortala, yo tampoco te creí tu cuento de que no lo conocías. Ahorratelo, pero creeme que yo sé que todo esto suena como el orto, precisamente por eso mi mamá nunca lo denunció. ¿Quién le iba a creer que uno de sus amantes quiso asesinar a su hija recién nacida por celos? Sabés como son todos en este pueblo de pacotilla, en especial la cana.
En ese momento creo que tomó mi mirada estupefacta e incrédula como una invitación o un pedido por seguir con la historia, ya me había enganchado. Me había enganchado la mente, pero mis pies me decían otra cosa, corré, salí de ahí, huí. Yo ni siquiera podía pasar saliva por mi boca seca, así que me limité a quedarme atornillado al piso delante de ella.
—Gracias a nuestro viejo nosotros estamos como estamos, se lo debemos todo a él.
—¿Cómo? ¿Una chiflada y uno aburrido en un pueblo de mierda?
—No, vivos. Según lo que pude recolectar de distintos lugares, Esteban, tu papá y mi vieja, se conocieron en la facultad. Mi mamá en ese momento ya estaba comprometida con mi “padre”, por ende toda la relación que tenían ellos tres se tuvo que hacer a escondidas. Hacia afuera eran tres mejores amigos, pero puertas adentro eran pareja. Esteban se recibió en el 96’ y lo invitaron como ayudante de un académico muy groso a dar conferencias en distintas capitales del país. El proyecto duraba dos meses, dos meses donde papá y mi mamá se quedaron solos en Buenos Aires, ella terminaría la carrera el año siguiente y se casaría finalmente. De más está decir que cuando Esteban volvió, la perspectiva había cambiado, había entrado un cuarto factor al juego: yo. Nuestro padre, ante ese futuro cercano, quiso explotar al máximo el tiempo que le quedaba con ella.
—Pará, pará, pará, ¿vos me estás tomando el pelo? ¿En serio vas a venir a decirme que mi padre, tu madre y mi padrino estaban juntos? ¿Y pensás que yo me voy a creer eso? La verdad que debo tener tremenda cara de boludo para que creas que me podes venir con este cuento y me lo voy a creer. —Sentía demasiadas emociones al mismo tiempo: bronca conmigo mismo por seguirle el jueguito a esta mina que claramente era una psicópata, decepción porque realmente pensé que mi vida podía cambiar un poco esa noche —y tenía razón aunque no de la forma que me hubiese gustado— y tristeza porque me di cuenta que aunque lo que esta mina dijera fuera una locura, tampoco tenía ninguna prueba de lo contrario, mi padre era un muro impenetrable del cual yo no sabía nada.
—Mirá yo te entiendo, te juro que sí porque estaba igual que vos, por eso tuve que ir a la casona, para encontrarle un sentido a todo esto.
—¿Y lo encontraste? Porque nada tiene sentido, ¿ENTENDÉS? NADA. —Apenas podía contener mis gritos, la voz se me quebraba, solo quería volver atrás y nunca haber ido a ese maldito festival, seguir amasando pan odiando mi existencia, que al menos era una que entendía. Dentro del caos de mi mente sentí el abrazo de Lucía, un gesto que no me esperaba y que hace unas horas me hubiese hecho sentir el más feliz pero ahora su perfume apestaba a misterio y dolor. De a poco el sentir su cuerpo contra el mío empecé a calmarme y respirar mejor. Ella se separó de mí y continuó con su historia como si nunca la hubiese interrumpido en primer lugar.
—Esteban se fue y mi madre y tu padre se quedaron juntos. Se enamoraron como ninguno pensó que pudiese pasar y de ese amor improbable y complicado surgí yo. Al principio estaban contentos pero los problemas no tardaron en hacerse notar. Para empezar, mi madre estaba comprometida con otro hombre. Uno al que no amaba pero con el que estaba obligada a casarse. Como bien sabés, no se le dice que no a un Manrique. Hicieron un plan para escaparse para poder vivir su amor de forma libre y tenerme a mí. Tenían todo listo hasta que Esteban volvió. Él jamás iba a permitir que se fueran sin él y no estaba muy contento que digamos que ellos hicieran su vida y lo dejaran a él por fuera. No veía como podía ser parte de la vida de este bebé que llegaba y vio como se creó una familia de la cual no era parte.
—¿Qué pasó después? ¿Y qué tiene que ver esto con lo que pasó en la casona?
En el fondo siempre supe. Algo nunca había estado bien, pero era más fácil adjudicárselo a la aburrida existencia en ese pueblo de mierda. Los secretos siempre están frente a nuestros ojos, el poder está en que nosotros mismos no queremos descubrirlos. Pero no pude escapar más y todo decantó en que yo tuviese que ser la persona que cuente esta historia. Lucía no me dejó más remedio y, aunque sea la culpable de todo el suceso de hechos que devinieron después de esa noche, debo admitir que fue la valiente que escarbo en la mierda. Yo, en cambio, preferí cargar con los oscuros secretos familiares, como si los mismos no me estuviesen hundiendo de manera silenciosa.
—Todo tiene que ver. ¿No te das cuenta todavía? Está todo relacionado, es cuestión de ir uniendo las piezas. Claribel Rodriguez sabía. Mi mamá podía ocultar su amorío a su marido, a un Manrique, la soberbia lo hacía más fácil. Pero ¿a su mejor amiga? Imposible.
—No te sigo, Lucía.
—¿Vos pensas que en serio dejaron de verse? La casona era su lugar de encuentro. Pero ya no solo los unía el amor, sino también el crimen. Y no te hablo de Abel. Esteban volvió, yo era la muestra viva de que había sido apartado de una relación que habían construido entre tres y el rencor tiró sus caretas para mostrar su verdadera personalidad: un presunto asesino.
—Pero ¿por qué carajo sería mi padrino entonces? Si vas a inventar una historia procurá hacerlo bien.
—Dejame que termine, te dije, todo tiene un sentido. Con lo que me contó papá, entendí. Idearon todo un plan, con unos contactos de Claribel, podían lograr que termine en cana, pero el proceso era largo, así que había que hacer algo en el mientras tanto. ¿Viste eso de que a los enemigos hay que tenerlos más cerca? Bueno. Nuestro viejo lo convenció de que mamá era una hija de puta que los había abandonado, a los dos, sólo por la plata, que el poder se le había subido a la cabeza. Le dijo que lo entendía, que dudaba de que yo fuese su hija, lo hizo parte de su familia, tu padrino. Le hizo creer a Esteban que ellos dos seguían siendo amantes, y que a mi vieja no la quería ver ni en figurita, aunque cada noche, cuando vos creías que tu papá salía a dar su caminata habitual, se encontraban en el mismo cuarto de la casona con mi mamá. Jugó con él, para salvarme a mí, pero también para salvarte a vos, y cuando menos se lo esperaba, vino el golpe por la espalda, como él quiso hacer conmigo cuando era sólo un bebé. Finalmente le hicieron una cama y terminó preso. Ellos mismos se encargaron de vender la noticia de su accidente. A nadie le importaba lo suficiente Esteban para ponerse a indagar. Hasta que llegó Abel.
—Pero, ¿por qué Abel se metería con Esteban?
—Por la misma razón que vos me seguiste hasta acá. Aburrimiento. Pasa que el aburrimiento de Abel empezó a ser peligroso. Tardé más de lo que me gustaría admitir en darme cuenta. Cuando caí en lo obsesionado que estaba, él ya había visitado el penal. Con lo que sabía por su viejo no le fue difícil creer la versión de Esteban. Lucas, los ojos le brillaban, no iba a parar. No era la plata. Eso era una excusa. Abel estaba jugando otro juego. Y todos los demás éramos sus piezas. Esteban, que ya había perdido todo, no fue difícil de manipular. Lo descubrí todo muy tarde, yo había ido a hablar las cosas esa noche, pero cuando vi la verdad no podía dejarlo seguir. —Su mirada quedó pérdida en el horizonte unos segundos, hasta que volvió a su máscara del comienzo de la noche. —Es más fácil de lo que parece simular un robo. Más si la defensa propia fue real. Y más si encontrás un cómplice en el callejón. —Lucía me guiñó el ojo mientras decía esta última parte. Cómplice. Fue un baldazo de agua fría. Ya formaba parte de la historia, quisiera admitirlo o no. En ese momento, todavía seguía sin ver lo que buscaba Lucía de mí. Debo haberme quedado unos minutos tildado sin hablar, porque tuvo que voltearme la cara con las manos para que la volviese a escuchar. Con manos que ya no quería que me toquen.
—Lucas, ya sé que es mucho para procesar, pero no tenemos tiempo. Ya te lo dije antes, se ve que Esteban y Abel tuvieron más contacto de lo que pensé al principio. No me sorprendería que Abel tuviera los medios para ser el que facilitó su escape. La cuestión es que hay alguien peligroso suelto. Y nos va a venir a buscar. —Tal vez fue la cercanía la que me permitió ver algo en sus ojos mientras decía esta última parte, o tal vez yo estaba viendo lo que quería ver, pero sentí por primera vez una emoción real de su parte. Estaba aterrada. Como sólo alguien que tiene todo que perder lo está.
Puedo decir que fue la culpa de haber deseado a la que esa noche terminé conociendo como mi sangre. O tal vez, el instinto propio de preservación. Pero creo que como siempre me fue más fácil seguir lo que me decían antes que marcar mi propio camino. Hay libertad en sentir que no tenés otra opción. Y así fue como me lo planteó Lucía. Nuestra única opción era que Esteban desapareciera nuevamente. Lo que un día hicieron nuestros padres, hoy nos tocaba a nosotros. Ya lo había pensado todo. Esteban, por sus conversaciones con Abel, podía saber que Lucía estaba al tanto de todo lo sucedido. Por lo que ella debía hacer su jugada tras bambalinas. Solo le faltaba el actor principal.
Creo haberles advertido que no me lean, porque esta historia es una que nunca quise contar. A nosotros, los panaderos, no pueden pasarnos muchas cosas además de que se nos queme la tirada del día o que la harina se llene de gorgojos. No nos pasan los silencios, ni las mentiras ni los asesinatos. No nos convertimos en asesinos por preservación de nuestro bienestar. Se ve, entonces, que todo este tiempo que amasé el pan de cada mañana fue una mentira bien contada, porque desde esa noche, desde la noche que intento no recordar, ya nada fue igual. Desde esa noche, en la que Lucía tembló y me agarró la mano, en la que todo podría haber salido peor y el fresco me fue haciendo doler los pulmones, desde esa maldita noche, dejé de ser un pibe con un oficio para convertirme, definitivamente, en un prófugo.
Siempre tuve miedo de que los demás me tomen de tarado, que me menosprecien por ser humilde, por ser de barrio. En este pueblo todo es así: o tenés guita y sos educado y perfecto o andás repartiendo panes calientes a las cinco de la mañana en una camioneta destartalada. Fui a la escuela, aprobé todas las materias, pero siempre tuve un aura de desgraciado. Y eso siempre me pesó. Quise más, quise serlo todo, quise animarme a romper el molde, quise crecer, quise ser dueño de mi futuro. Hasta ese día en el que le agradecí a todos los Dioses en los que nunca creí por haberme hecho un perdedor, porque cuando no sos nadie, cuando no tenés nada, es muchísimo más fácil pasar desapercibido.
No sé qué fue lo que me empujó a ponerme en marcha. Le dije a Lucía que agarrara sus cosas y que buscara unas llaves de algún auto, porque teníamos que correr. Caminamos rápido, tan rápido como mis pensamientos que hilaban los pasos a seguir mientras nosotros nos alejábamos de sus amigos, del rellano de luz y del humo del porro que se estaban fumando. En uno de esos pasos tomamos envión y empezamos a correr, lo más rápido posible, lo más lejos que nos lleven los píes. Sin aire llegamos a un auto rojo brilloso y no pude hacer más que estallar en una carcajada histérica y nerviosa.
—¿Flaca, me estás cargando? Hay siete autos grises, de verdad agarraste las llaves del único que pareciera llevar un reflector en el techo?
—Eran las únicas que estaban a mano, Lu, no jodas. Abrí el auto y vamos, dale.
—Todo el pueblo sabe que este coche es de los Mancuello, Lucía. Sos una tarada, realmente —le dije mientras me sentaba en el asiento del conductor, prendía el auto, y pisaba a fondo. Lo que no le dije, lo que no me animé a decirle, es que, en el mejor de los casos, cuando todo terminara, el auto implicado no iba a ser nuestro. Lo que le pasara a Rafa Mancuello me traía sin cuidado y, un poco, si es malo, mejor.
Agarré el boulevard a toda velocidad mientras Lucía me gritaba que me calmara porque nos íbamos a matar y yo pensaba que esa es una gran ironía ya que estábamos yendo a matar a alguien. No se lo dije en ese momento y tampoco después, pero toda la vida tuve intriga de cómo era matar, acabar con la vida de alguien, hacer que su corazón dejara de latir. Había una parte mía que manejaba con ansias y algo de intriga. La otra parte, la racional, nunca tuvo tanto miedo en su vida. Lucía me miraba con una mezcla de horror y tristeza, yo solo podía mirar para adelante.
—¿Qué vamos a hacer, Lu? Háblame, decime, que mierda estás pensando. ¿Cómo vamos a arreglar esto?
—¿Sabés donde guarda tu viejo las armas?
—¿Qué me estás preguntando Lucas? ¿Un arma para qué? Busquemos otra forma, pará el auto, pensemos un segundo lo que vamos a hacer.
—No hay nada para pensar, Lucía. Vos me metiste en esto, ahora me toca a mí sacarnos a todos de esta mierda en la que los enfermos de nuestros viejos nos metieron. ¿No querés hacerlo de estar forma? Bajate del auto y escondete, porque si te encuentra Esteban te mata, pero si lo encuentro yo primero nos salvamos.
—¿Y después que hacemos, eh? Es un pueblo esto Lucas, no es Buenos Aires donde todo se puede esconder fácil. ¿Vos de verdad te vas a pensar que nos van a creer dos muertes distintas en tan poco tiempo? Estás demente, vamos a terminar en cana. O peor, en una zanja.
—Mirá flaca, vos viniste a buscarme porque me querías meter en esto, ahora no quieras dar marcha atrás. ¿No te querés morir? Que bueno, yo tampoco. Esto se resuelve a todo o nada y después, vos y yo, si te he visto no me acuerdo. Hasta nunca y todo eso.
Hizo silencio el resto del camino. Doblé en la 15 a toda velocidad, dejé las marcas en el asfalto. La calle estaba vacía y el silencio era un montón, incomodo y pesado. No necesitaba saber dónde buscar a Esteban la noche que se había escapado, después de todo lo que escuché era obvio. Frené en la puerta de lo de Lucía y la miré fijo. No le tuve que decir nada porque a esta altura ya no había más palabras por decir. Se bajó rápido, tropezándose con la puerta y corrió de una forma que reconocí muy fácil porque es como corremos mis hermanos y yo. Cuando la pude observar con detenimiento, no me quedó ninguna duda de que era mi hermana. No me quedó ninguna duda de que llevaba mi sangre. Tardó menos de cinco minutos y volvió con un bolso que se notaba cargado. Todos sabíamos que su viejo tenía armas en la casa, pero nunca supimos cuáles. Hasta esa noche. Se subió rápido y de una manera ágil al auto y lo único que me dijo fue “arrancá”, como una orden, sin levantar la voz. No preguntó a donde íbamos porque ella también lo sabía. La casona siempre fue un misterio para mí y aunque esa noche dejó de serlo para mí, cuando al día siguiente encontraron el cuerpo, lo volvió a ser para todo el pueblo. Estaba un poco ansioso por verlo suceder porque todavía no sabía que, cuando saliera el sol, cuando el pueblo se empezara a despertar, ya no iba a estar cerca, ya no sabrían donde me podrían encontrar.
Bajé la velocidad para que no escuche el estruendo del auto al llegar. Lucía temblaba y me miraba de reojo, pero yo nunca había estado tan tranquilo en mi vida. No sé en qué momento de la noche lo asimilé: Lucía era mi familia y por mi familia era capaz de cualquier cosa, por ella también. Saqué un arma del bolso que había dejado a sus pies, me fijé que tuviese balas aunque solo iba a hacer falta una sola y miré fijo a la ventana iluminada de la casona abandonada. Ya está, era ahora, este momento, no había marcha atrás. Primero matar a Esteban, a mi padrino, al amigo de papá que pensamos que ya estaba muerto. Después decidir qué hacer con su cuerpo, que hacer con el nuestro, para donde correr.
—¿Vos te quedás acá, me oíste? No subas, no te involucres, no digas absolutamente nada. Si no lo ves, no podés ser cómplice. Si subís te mata al instante, pero si te quedás acá podés seguir viva. Marcá ya el 911 porque si escuchás un tiro y no me ves a mí asomarme por la ventana esa, significa que él me mató a mí. Más te vale llamar a la policía al instante porque de última vuelve a la cárcel y vos seguís a salvo. Y después te vas, ¿me escuchás Lucía? Te vas lejos de acá, desaparecé, cámbiate el nombre, dejá todo esto atrás.
—Pará Lu, pará, no, hagámoslo juntos. No podés hacer esto solo por mí, por favor, es muy peligroso.
—Nunca vas a ser mi hermana, Lucía, pero sos mi familia. Y mi viejo me enseñó muy bien lo que se hace por la sangre. Va a estar todo bien, no me va a ver, le voy a pegar un tiro y me voy a ir corriendo. Pero si no llega a pasar, salvate vos, que para eso vinimos.
No le dejé decir nada más y salí corriendo. Intenté que las escaleras no crujieran, que la madera no me delatara, que mi corazón latiendo a mil no se escuchara desde la otra cuadra, delatándome a mí, a mis nervios y al poco de fascinación por el momento. Antes dije que le recé a los Dioses en los que mi familia nunca creyó. Recité una oración con lo poco que recordaba de la clase de religión y le pedí a Dios que me cuidara porque no me quería morir. No me quiero morir, eso le dije. Creo que lo dije en voz alta. No quiero morirme, Dios, quiero que se muera él y mi familia se quede tranquila. Quiero matarlo, quiero que desaparezca para siempre y podamos vivir en paz. Debe haber sido raro, para Dios, si es que existe, escucharme desearle la muerte a Esteban. Pero les confieso que nunca deseé tanto algo en mi vida hasta esa noche.
Si quieren leer como se mata a una persona, yo no voy a poder ser quien se los cuente porque no registré nada de ese momento. Creo que subí los últimos escalones a las corridas y lo tomé por sorpresa, creo que estaba de espaldas, que me tembló la mano mientras levantaba la pistola, que le dije algo parecido a “hasta acá llegaste, hijo de puta” y que cuando apreté el gatillo puso cara de horror. Creo que salí corriendo, creo que lloré, creo que vomité antes de subirme al auto. Creo que su sangre era muy espesa, saliendo del orificio en la cara. Creo que estaba con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Creo que lloré mientras manejaba y nos alejábamos de ahí. Creo que lo disfruté. Creo que sentí alivio. Pero no recuerdo nada de todo eso, porque tuve tanto miedo, tanta adrenalina, había tanto silencio, tanta fuerza cargada, tanta energía contenida, que me olvidé de todo. Lo único que recuerdo es que Lucía me agarró la mano muy fuerte mientras manejaba, que me miró con alivio y que suspiró de tranquilidad. Y que me dijo, en voz baja, que fuera más lento. Que ahora solo nos quedaba escapar.